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Anestesiar el dolor

Maryam Fuentes, educadora social de la FETB en el CSMIJ de Montcada y Konsulta’m Gràcia

Vivimos en un mundo de ritmos acelerados, precipitación, en el cual nos cuesta darnos el espacio, el momento, para pararnos a pensar hacia dónde vamos, por qué nos sentimos mal o qué podemos hacer para mejorar nuestra situación. 

Muchas veces, tapar el dolor es la primera respuesta. Hay personas que no solo lo evitan, sino que lo niegan hasta que el dolor se va haciendo más grande y se vuelve prácticamente incontrolable. Pero esa respuesta de evitación, de negación incluso, dista mucho de ser un remedio, una solución al malestar emocional. Al contrario, corremos el riesgo de que el dolor se vaya haciendo más difícil de manejar. 

En mi intervención con jóvenes en su entorno natural, observo cómo muchos de ellos y ellas se enfrentan continuamente a situaciones de riesgo. Algunos encuentran en las conductas más tóxicas la mejor anestesia al dolor. 

Mi primer paso es crear una relación de seguridad y confianza donde podamos ponerle nombre a lo que sucede, conectar con el dolor y comprenderlo. Y el dolor, cuando lo compartes, no es que duela menos, pero duele diferente. 

Y ya no es solo el dolor. Es que hay momentos en los cuales nos sentimos perdidos, perdidas, y olvidamos quiénes somos, todo lo que somos capaces de hacer y de conseguir… 

En la adolescencia, la vivencia de estar perdido tiene una doble acepción, pues es fácil sentirse desubicado, desorientada, respecto al entorno, al mundo donde vivimos. Pero, al mismo tiempo, ese estar “perdido” se suma a la vivencia de haberse perdido a sí mismo en el tránsito identitario de la infancia a la adolescencia o a la juventud, de forma que esa desorientación, desubicación, incerteza, se convierten en compañeras de viaje de los y las jóvenes con quienes trabajamos. 

Pero ¿quién no se ha perdido en algún momento de su vida?   

A menudo mi trabajo como educadora social consiste en poder generar experiencias esperanzadoras. Ayudar a los y las jóvenes a que puedan recuperar la ilusión, a construir sus proyectos, facilitarles el acceso a recursos, escucharlos, mostrarles que tenemos esperanza en ellos. Y, sobre todo, poder acompañarlos en este camino con un poco más de cariño y amor.   

Ayudarles a construir ese camino, siempre desde un proyecto compartido, desde el reconocimiento, la comprensión, la empatía, el afecto y un vínculo sólido y seguro. Porque, como decía un compañero de la Fundació Eulàlia Torras de Beà, “donde no llega el saber, llega el amor”.  

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